Compromiso por una educación para la sostenibilidad
campaña Compromiso por una educación para la sostenibilidad.
El compromiso, en primer lugar, de incorporar a nuestras acciones educativas la atención a la situación del mundo, promoviendo entre otros:
• Un consumo responsable, que se ajuste a las tres R (Reducir, Reutilizar y Reciclar) y atienda a las demandas del “Comercio justo”.
• La reivindicación e impulso de desarrollos tecnocientíficos favorecedores de la sostenibilidad, con control social y la aplicación sistemática del principio de precaución;.
• Acciones sociopolíticas en defensa de la solidaridad y la protección del medio, a escala local y planetaria, que contribuyan a poner fin a los desequilibrios insostenibles y a los conflictos asociados, con una decidida defensa de la ampliación y generalización de los derechos humanos al conjunto de la población mundial, sin discriminaciones de ningún tipo (étnicas, de género…).
• La superación, en definitiva, de la defensa de los intereses y valores particulares a corto plazo y la comprensión de que la solidaridad y la protección global de la diversidad biológica y cultural constituyen un requisito imprescindible para una auténtica solución de los problemas. Compromiso por una educación para la sostenibilidad Naciones Unidas, frente a la gravedad y urgencia de los problemas a los que se enfrenta hoy la humanidad, ha instituido una Década de la Educación para un Futuro Sostenible (2005–2014), designado a UNESCO como órgano responsable de su promoción. El manifiesto que presentamos constituye un llamamiento a participar decididamente en esta importante iniciativa. El compromiso, en segundo lugar, de multiplicar las iniciativas para implicar al conjunto de los educadores, con campañas de difusión y concienciación en los centros educativos, congresos, encuentros, publicaciones… y, finalmente, el compromiso de un seguimiento cuidadoso de las acciones realizadas, dándolas a conocer para un mejor aprovechamiento colectivo.
La sostenibilidad como revolución cultural, tecnocientífica y política.
El concepto de sostenibilidad surge por vía negativa, como resultado de los análisis de la situación del mundo, que puede describirse como una «emergencia planetaria» (Bybee, 1991), como una situación insostenible que amenaza gravemente el futuro de la humanidad. “Un futuro amenazado” es, precisamente, el título del primer capítulo de Nuestro futuro común, el informe de la Comisión Mundial del Medio Ambiente y del Desarrollo, conocido como Informe Brundtland (cmmad, 1988), a la que debemos uno de los primeros intentos de introducir el concepto de sostenibilidad o sustentabilidad: «El desarrollo sostenible es el desarrollo que satisface las necesidades de la generación presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades». Se trata, en opinión de Bybee (1991), de «la idea central unificadora más necesaria en este momento de la historia de la humanidad», aunque se abre paso con dificultad y ha generado incomprensiones y críticas que es preciso analizar. Una primera crítica de las muchas que ha recibido la definición de la CMMAD es que el concepto de desarrollo sostenible apenas sería la expresión de una idea de sentido común (sostenible vendría de sostener, cuyo primer significado, de su raíz latina “sustinere”, es “sustentar, mantener firme una cosa”) de la que aparecen indicios en numerosas civilizaciones que han intuido la necesidad de preservar los recursos para las generaciones futuras.
Educación para la sostenibilidad.
La importancia dada por los expertos en sostenibilidad al papel de la educación queda reflejada en el lanzamiento mismo de la Década de la Educación para el Desarrollo Sostenible o, mejor, para un futuro sostenible (2005-2014) a cuyo impulso y desarrollo esta destinada esta página web. Como señala UNESCO (ver “enlaces” en esta misma página web): «El Decenio de las Naciones Unidas para la educación con miras al desarrollo sostenible pretende promover la educación como fundamento de una sociedad más viable para la humanidad e integrar el desarrollo sostenible en el sistema de enseñanza escolar a todos los niveles. El Decenio intensificará igualmente la cooperación internacional en favor de la elaboración y de la puesta en común de prácticas, políticas y programas innovadores de educación para el desarrollo sostenible»
La educación para un futuro sostenible habría de apoyarse, cabe pensar, en lo que puede resultar
razonable para la mayoría, sean sus planteamientos éticos más o menos antropocéntricos o biocéntricos.
Dicho con otras palabras: no conviene buscar otra línea de demarcación que la que separa
a quienes tienen o no una correcta percepción de los problemas y una buena disposición para
contribuir a la necesaria toma de decisiones para su solución. Basta con ello para comprender que,
por ejemplo, una adecuada educación ambiental para el desarrollo sostenible es incompatible con
una publicidad agresiva que estimula un consumo poco inteligente; es incompatible con explicaciones
simplistas y maniqueas de las dificultades como debidas siempre a “enemigos exteriores”;
es incompatible, en particular, con el impulso de la competitividad, entendida como contienda
para lograr algo contra otros que persiguen el mismo fin y cuyo futuro, en el mejor de los casos, no
es tenido en cuenta, lo cual resulta claramente contradictorio con las características de un desarrollo
sostenible, que ha de ser necesariamente global y abarcar la totalidad de nuestro pequeño planeta.
Crecimiento demográfico y sostenibilidad
A lo largo del siglo 20 la población se ha más que cuadruplicado. Y aunque se ha producido un
descenso en la tasa de crecimiento de la población, ésta sigue aumentando en unos 80 millones
cada año, por lo que puede duplicarse de nuevo en pocas décadas. La Comisión Mundial del Medio
Ambiente y del Desarrollo (1988) ha señalado las consecuencias: «En muchas partes del mundo,
la población crece según tasas que los recursos ambientales disponibles no pueden sostener, tasas
que están sobrepasando todas las expectativas razonables de mejora en materia de vivienda, atención
médica, seguridad alimentaria o suministro de energía».
Alrededor de un 40% de la producción fotosintética primaria de los ecosistemas terrestres es usado
por la especie humana cada año para, fundamentalmente, comer, obtener madera y leña, etc. Es
decir, la especie humana está próxima a consumir tanto como el conjunto de las otras especies.
Como explicaron los expertos en sostenibilidad, en el marco del llamado Foro de Río + 5, la actual
población precisaría de los recursos de tres Tierras (!) para alcanzar un nivel de vida semejante al
de los países desarrollados. Puede decirse, pues, que hemos superado ya la capacidad de carga del
planeta, es decir, la máxima cantidad de seres humanos que el planeta puede mantener de forma
permanente. De hecho se ha estimado en 1,7 hectáreas la biocapacidad del planeta por cada habitante
(es decir el terreno productivo disponible para satisfacer las necesidades de cada uno de los
más de 6000 millones de habitantes del planeta) mientras que en la actualidad la huella ecológica
media por habitante es de 2,8 hectáreas.
Tecnociencia para la sostenibilidad
Cuando se plantea la contribución de la tecnociencia a la sostenibilidad, la primera consideración
que es preciso hacer es cuestionar cualquier expectativa de encontrar soluciones puramente tecnológicas
a los problemas a los que se enfrenta hoy la humanidad. Pero, del mismo modo, hay que
cuestionar los movimientos anti-ciencia que descargan sobre la tecnociencia la responsabilidad
absoluta de la situación actual de deterioro creciente. Muchos de los peligros que se suelen asociar
al “desarrollo científico y tecnológico” han puesto en el centro del debate la cuestión de la “sociedad
del riesgo”, según la cual, como consecuencia de dichos desarrollos tecnocientíficos actuales,
crece cada día la posibilidad de que se produzcan daños que afecten a una buena parte de la humanidad
y que nos enfrentan a decisiones cada vez más arriesgadas (López Cerezo y Luján, 2000).
No podemos ignorar, sin embargo, que, como señala el historiador de la ciencia Sánchez Ron
(1994), son científicos quienes estudian los problemas a los que se enfrenta hoy la humanidad,
advierten de los riesgos y ponen a punto soluciones. Por supuesto no sólo científicos, ni todos los
científicos. Por otra parte, es cierto que han sido científicos los productores de, por ejemplo, los
freones que destruyen la capa de ozono. Pero, no lo olvidemos, junto a empresarios, economistas,
trabajadores, políticos… La tendencia a descargar sobre la ciencia y la tecnología la responsabilidad
de la situación actual de deterioro creciente, no deja de ser una nueva simplificación maniquea en
la que resulta fácil caer. Las críticas y las llamadas a la responsabilidad han de extenderse a todos
nosotros, incluidos los “simples” consumidores de los productos nocivos (Vilches y Gil, 2003). Y
ello supone hacer partícipe a la ciudadanía de la responsabilidad de la toma de decisiones en torno
a este desarrollo tecnocientífico. Hechas estas consideraciones previas, podemos ahora abordar
más matizadamente el papel de la tecnociencia.
Al abordar el problema de la pobreza extrema se suelen señalar tres hechos que reclaman una atención inmediata: la mortalidad prematura, la desnutrición y el analfabetismo (CMMAD, 1998). Ésa es la razón por la que el PNUD ha introducido el IDH (Índice de Desarrollo Humano) que intenta reflejar el bienestar desde un punto de vista más amplio, contemplando tres dimensiones –longevidad, estudios y nivel de vida– y que se ha convertido en un instrumento para evaluar las diferentas entre países. Y toda esta problemática hay que contemplarla en su contexto y en su evolución: esa terrible pobreza se produce mientras parte del planeta asiste a un espectacular crecimiento económico. Es decir, estamos ante una pobreza que coexiste con una riqueza en aumento, de forma que en los últimos 40 años –señala el mismo informe del Banco Mundial– se han duplicado las diferencias entre los 20 países más ricos y los 20 más pobres del planeta. «Si no actuamos ahora las desigualdades serán gigantescas en los próximos años», expresaba con preocupación en 1997 el presidente del Banco Mundial, señalando el peligro de que la pobreza acabe estallando «como una bomba de relojería». Y no se trata únicamente de desequilibrios entre países: es preciso salir también al paso de las fuertes discriminaciones y segregación social que se dan en el seno de una misma sociedad y, muy en particular, de las que afectan a las mujeres en la mayor parte del planeta (ver Igualdad de género).
La problemática del turismo está estrechamente ligada a la del consumo responsable, porque al igual que muchas de las cosas que hacen posible nuestro trabajo, o que dan sentido a nuestras vidas, hacer turismo exige consumo. Para gozar de la biodiversidad, por ejemplo, hemos de desplazarnos y consumir energía. ¿Debemos por ello renunciar completamente al turismo como un acto “consumista”? Del mismo modo, ¿es consumista leer un periódico? Sabemos que la edición del dominical del New York Times, por ejemplo, supone la desaparición de una amplia zona boscosa de Canadá, pero ¿acaso la existencia de una prensa libre no es una de las condiciones de la democracia? Un ejemplo particularmente interesante de estas contradicciones lo constituye, sin duda, el turismo. Se trata de una de las mayores industrias mundiales, una de las que más afecta al medio ambiente (Worldwatch Institute, 1984-2008; Almenar, Bono y García, 1998) y también una de las vías de intercambio cultural con más incidencia (no siempre negativa, ni mucho menos) sobre las costumbres de visitantes y visitados (Vilches y Gil Pérez, 2003). Emplea a más de 250 millones de trabajadores en todo el mundo (uno de cada nueve) y genera cerca del 11% del PIB mundial. Después de la cantidad que dedicamos los habitantes del “Norte” a la alimentación, le sigue el turismo, que supone un 13% de los gastos de consumo. Prácticamente, ningún lugar de la Tierra “se salva” hoy del turismo, desde la Antártida al Everest y ningún país quiere verse privado de las rentas que produce. Aunque, como en otros casos, la mayor parte de la población de los países en desarrollo aún no puede pensar en realizar esta actividad lúdica.
Derechos humanos y sostenibilidad
El logro de la sostenibilidad aparece hoy indisolublemente asociado a la necesidad de universalización y ampliación de los derechos humanos. Sin embargo, esta vinculación tan directa entre superación de los problemas que amenazan la supervivencia de la vida en el planeta y la universalización de los derechos humanos suele producir extrañeza y dista mucho de ser aceptado con facilidad. Conviene, por ello, detenerse mínimamente en lo que se entiende hoy por Derechos Humanos, un concepto que ha ido ampliándose hasta contemplar tres “generaciones” de derechos (Vercher, 1998) que constituyen, como ha sido señalado, requisitos básicos de un desarrollo sostenible, de una cultura de la sostenibilidad que permita hacer frente a la actual situación de emergencia planetaria. Podemos referirnos, en primer lugar, a los Derechos Democráticos, civiles y políticos (de opinión, reunión, asociación…) para todos, sin limitaciones de origen étnico o de género, que constituyen una condición sine qua non para la participación ciudadana en la toma de decisiones que afectan al presente y futuro de la sociedad (Folch, 1998). Se conocen hoy como “Derechos humanos de primera generación”, por ser los primeros que fueron reivindicados y conseguidos (no sin conflictos) en un número creciente de países. No debe olvidarse, a este respecto, que los “Droits de l’Homme” de la Revolución Francesa, por citar un ejemplo ilustre, excluían explícitamente a las mujeres, que sólo consiguieron el derecho al voto en Francia tras la Segunda Guerra Mundial. Ni tampoco debemos olvidar que en muchos lugares de la Tierra esos derechos básicos son sistemáticamente conculcados cada día.
Diversidad cultural
El tratamiento de la diversidad cultural puede concebirse, en principio, como continuación de lo visto en el apartado dedicado a la biodiversidad, en cuanto extiende la preocupación por la pérdida de biodiversidad al ámbito cultural. La pregunta que se hace Maaluf (1999) expresa muy claramente esta vinculación: «¿Por qué habríamos de preocuparnos menos por la diversidad de culturas humanas que por la diversidad de especies animales o vegetales? Ese deseo nuestro, tan legítimo, de conservar el entorno natural, ¿no deberíamos extenderlo también al entorno humano?». Pero decimos en principio, porque es preciso desconfiar del “biologismo”, es decir, de los intentos de extender a los procesos socioculturales las leyes de los procesos biológicos. Son intentos frecuentemente simplistas y absolutamente inaceptables, como muestran, por ejemplo, las referencias a la selección natural para interpretar y justificar el éxito o fracaso de las personas en la vida social. En el tema de la diversidad cultural o etnodiversidad se incurre en este biologismo cuando se afirma, como hace Clément (1999), que «El aislamiento geográfico crea la diversidad. De un lado, la diversidad de los seres por el aislamiento geográfico, tal es la historia natural de la naturaleza; del otro, la diversidad de las creencias por el aislamiento cultural, tal es la historia cultural de la naturaleza». Esa asociación entre diversidad y aislamiento es, desde el punto de vista cultural, cuestionable: pensemos que la vivencia de la diversidad aparece precisamente cuando se rompe el aislamiento; sin contacto entre lugares aislados solo tenemos una pluralidad de situaciones cada una de las cuales contiene escasa diversidad y nadie puede concebir (y, menos, aprovechar) la riqueza que supone la diversidad del conjunto de esos lugares aislados. Por la misma razón, no puede decirse que los contactos se traducen en empobrecimiento de la diversidad cultural. Al contrario, es el aislamiento completo el que supone falta de diversidad en cada uno de los fragmentos del planeta, y es la puesta en contacto de esos fragmentos lo que da lugar a la diversidad. Es necesario, pues, cuestionar el tratamiento de la diversidad cultural con los mismos patrones que la biológica. Y ello obliga a preguntarse si la diversidad cultural es algo tan positivo como la biodiversidad.
Gobernanza universal.
Medidas políticas para la sostenibilidad
Vivimos una grave situación de emergencia planetaria que obliga a pensar en un complejo entramado de medidas, tecnológicas, educativas y políticas, cada una de las cuales tiene carácter de conditio sine qua non, sin que ninguna de ellas, por sí sola, pueda resultar efectiva, pero cuya ausencia puede anular el efecto de las que sí se apliquen: se ha comprendido, en efecto, que no basta con plantear tecnologías para la sostenibilidad o una educación para la sostenibilidad; son precisas igualmente medidas políticas que garanticen las auditorias ambientales, la protección de la diversidad biológica y cultural, la promoción de tecnologías sostenibles mediante políticas de I + D y una fiscalidad verde que penalice los consumos y actuaciones contaminantes, etc… Pero tampoco basta con políticas locales o estatales; hemos de reconocer que no es posible abordar solo localmente problemas como una contaminación sin fronteras, el cambio climático, el agotamiento de recursos vitales, la pérdida de biodiversidad o la reducción de la pobreza y la marginación, que afectan a todo el planeta (Duarte, 2006); que se precisa urgentemente una integración planetaria capaz de impulsar y controlar las necesarias medidas “glocales” –es decir, a la vez locales y globales (Novo, 2006a y 2006b )– en defensa del medio y de las personas, para reducir el impacto ecológico de las actividades humanas antes de que el proceso de degradación sea irreversible (Vilches y Gil Pérez, 2003). Sin embargo, son muchos los que denuncian las consecuencias del actual vertiginoso proceso de globalización, que se está traduciendo en aumento de los desequilibrios. Pero el problema no está en la globalización sino, precisamente, en su ausencia (Giddens, 2000; Estefanía, 2002): ¿Cómo se puede denominar globalizador un proceso que aumenta los desequilibrios? No pueden ser considerados mundialistas quienes buscan intereses particulares, en general a corto plazo, aplicando políticas que perjudican a la mayoría de la población, ahora y en el futuro. Este proceso tiene muy poco de global en aspectos que son esenciales para la supervivencia de la vida en nuestro planeta.
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